lunes, 16 de agosto de 2010

Tejas


                           
Hace unos meses cayó una fuerte granizada en la zona norte del conurbano bonaerense. Piedras de hielo del tamaño de huevos de gallinas, e incluso algunas grandes como limones, cayeron con particular violencia sobre el partido de Vicente López. Vidrios y vidrieras, parabrisas y espejos de automóbiles, y  tejas, muchas tejas, se rompieron. Tejas coloniales o francesas, esmaltadas, pintadas, desnudas o cubiertas de moho, quedaron destruídas. Entonces empezó la locura. Todos contratando techistas.Todos buscando tejas a bajo precio, porque, haciendo justicia a la viveza criolla, de un día para el otro las tejas llegaron a valer diez más veces de lo que cotizaban antes del desastre.

Y así se hizo corriente ver montones de tejas rotas apiladas, o bien amontonadas, sobre las veredas (aceras), hombres trabajando sobre los techos, escaleras y sogas por todas partes, volquetes y pequeños montacargas en cada cuadra. Fueron pasando las semanas pero está nueva escenografía seguía vigente. Aún hoy sigue el trabajo de reemplazo de cristales, zinguería y tejas.

Ayer me levanté con un fuerte dolor de oído. Llevaba varios días ignorándolo, pero ayer el dolor se extendió por todos los músculos del rostro; haciéndome rechinar los dientes involuntariamente. Entonces decidí caminar las diez cuadras que me separan del centro médico más cercano y ver a un médico de guardia.
Faltando dos cuadras, me detengo a inspeccionar el suelo. Había excremento de perro por todo el lugar ( es una calle muy frecuentada por los paseadores de perros). Mientras esquivaba las "minas" malolientes que estaban a la vista, terminé pisando, con mi pie derecho, una que estaba escondida bajo unas hojas secas de álamo. Proferí las los insultos de rigor y procedí a tratar de limpiar algo de la inmunda materia, frotando la suela contra el cordón.  Fue ahí que escuché dos golpes... Y en menos de quince segundos, una teja rota impactaba contra mi cabeza. Los albañiles estaban arrojando las tejas sueltas al suelo, ni yo los vi a ellos ni ellos me vieron a mí.  Mareado y contuso me senté en el piso unos momentos.  Palpándome a ciegas noté que sangraba.  Uno de los trabajadores se acercó para ver cómo estaba y, acto seguido, me ofreció un trapo viejo para que presionara sobre la herida.
Así es como llegué a la guardia médica con dolor de oído y de cabeza, con la ropa salpicada de sangre, y oliendo a mierda.
Salí con una receta para analgésicos, antiflamatorios, antibióticos y cuatro puntos en el cuero cabelludo. Paré en la farmacia para comprar los medicamentos y seguí mi camino de regreso. En la esquina de casa, una de las tantas palomas que viven cerca,  defecó sobre mi hombro. Pueden creerlo o no, pero es cierto.
Hoy no salgo de casa.